A veces sentimos que caminamos con un tesoro dentro y que el mundo solo ve la caja donde lo escondemos. Nadie conoce mi valor porque lo que llevo adentro no es ruido: es raíz, silencio y luz que no necesita aplausos para existir. Mi valor no se mide por las miradas que me reconocen, sino por la constancia con la que vuelvo a mí misma; por esa ternura con la que me levanto después de perder, por la verdad que sostengo aunque sea incómoda, por las pequeñas fidelidades a mi esencia.
Que nadie lo vea no lo hace menos real. El valor verdadero es humilde: no exige exhibición, se despliega en actos simples —en una palabra dicha con amor, en la paciencia, en el perdón, en la valentía de decir “no” cuando todo empuja al “sí”. Cuando me siento invisible, recuerdo que soy mucho más que una reacción ajena: soy casa, soy música, soy servicio silencioso. Y si algún día alguien descubre mi valor, que sea por la mirada limpia que reconoce lo auténtico; mientras tanto, me basta con que yo misma lo sepa, con habitarlo y cuidarlo como la joya sagrada que es. Porque mi valor no espera aprobación, florece en secreto, como esas semillas que brotan bajo la tierra antes de que alguien las vea. Me basta con caminar con la frente serena, con las manos abiertas y el corazón despierto. Y aunque el mundo tarde en reconocerlo, sé que mi luz llega donde tiene que llegar, sin prisa y sin estruendo. Yo Misma